domingo, 13 de diciembre de 2015

El capitán Frederick III


Vigésimo tercer día de navegación desde que zarpamos desde el puerto de la Habana. El mar permanece en calma y la tripulación holgazanea en cubierta entre sus constantes disputas, mientras yo, Jack Frederick III, observo distraídamente mis estimados mapas de navegación, permitiendo que el clima temple la humeante taza de café que espera ser ingerida.
No puedo evitar alzar el meñique al llevar hasta mi boca aquel oscuro brebaje, pero no me importa. Mi entorno social siempre lo ha considerado un símbolo de distinción.
Dejo que el fluido recorra lentamente mis entrañas, aunque me detengo al notar que algo sólido se ha posado plácidamente en la parte superior de mi lengua. De primeras creo que es parte del poso del café y lo escupo sobre mi mano; pero de un sólo vistazo descubro horrorizado que es el grotesco cadáver de una mosca.
Entre arcadas hago llamar al cocinero, el cual no me sugiere ninguna explicación de cómo ha ido a parar aquel animal en un barco que navega durante días en alta mar. Pero no es la náusea lo que me dicta hacerlo azotar, sino el mal augurio que la mosca muerta representa.
Desde entonces no me atrevo a salir de mi querido camarote. Sólo permito la ocasional visita de mi contramaestre, el cual me recomienda que me deje ver por la tripulación al menos una vez al día. Ignoro su sugerencia.
En cada visita se muestra más nervioso que la vez anterior, por lo que cada vez detesto más su presencia.
Finalmente ha ocurrido lo que tanto temía. Una gran parte de la tripulación ha entrado en mi camarote contra mi voluntad y me acusan de haber perdido la cordura. Me elevan por encima de sus cabezas y me sacan a la fuerza con el beneplácito de mi único confidente.
Ya en cubierta, y tras rezar por mi alma, el contramaestre da la orden y el grupo de marineros que me sostiene me deja caer por la borda; por lo que ahora me hallo flotando sobre las frías aguas del oceano, como la mosca que el cruel destino quiso que flotara en mi taza de café.