Era un Domingo de resaca y mi cerebro funcionaba con una décimas de
retraso. Sólo la voz de mi subconsciente dirigía mis pasos.
Tras orinar y cepillarme los dientes me dirigí hacia la cocina para
desayunar, pero mi madre no tardó en cortarme el paso con una amplia
sonrisa mientras me advertía que no quedaba pan. Así que regresé a
mi habitación y me vestí con cierta desgana, dispuesto a ir a la
panadería de la esquina a comprar una barra.
Doña Encarna me atendió con una inusual mueca en forma de sonrisa;
le pagué la recién horneada barra con un un billete de cinco euros,
recibí el cambio y regresé a casa sin ninguna prisa. Durante el
trayecto advertí que todo aquel que se cruzaba por mi camino sonreía
sin motivo aparente, por lo que llegué a pensar que se habían
vuelto locos de repente.
Una vez en casa me preparé un bocadillo de mortadela, mientras mi
madre se deleitaba viendo la telenovela. Desde mi posición pude
advertir que emitían un capítulo de lo más inquietante, pues todos
los actores y actrices lucían una sonrisa distante.
–¡El
juego apenas acabó de comenzar! –exclamó “la mala del culebrón”
de repente, haciendo que saltaran todas las alarmas en mi mente.
Con
el bocadillo a medio terminar me introduje en mi dormitorio y pulsé
el botón del computador para hacerlo funcionar, pues necesitaba
contactar con alguien que me pudiera aconsejar. Mi primera opción
consistía en contactar a través de la webcam con mi primo Ignacio,
pero pronto advertí que también era víctima de aquel misterioso
contagio. De segundas contacté con mi amiga Verónica, pero ella me
atendió con la sonrisa aún más diabólica. A la desesperada
intenté contactar con Julián, pero de inmediato advertí que su
sonrisa era de rufián.
Luego
probé suerte en YouTube, Facebook y otras redes sociales, pero en
todas aparecieron fotos y vídeos de personas con sonrisas similares.
Para mi desconcierto la voz de mi subconsciente me sugirió que me
deshiciera del computador. Sin apenas cuestionarme los motivos
desconecté todos sus componentes y los fui depositando en el suelo
del recibidor.
Mi
conducta pronto alarmó a mis padres. En menos de una semana de
aislamiento voluntario, en el interior de mi habitación, acudió a
mi rescate un grupo de sanitarios escoltados por varios agentes
municipales. Todos y cada uno de ellos me mostraban una sonrisa de lo
más inquietante.