Cuando la pareja de agentes recibió el aviso desde la central, no podían dar crédito a la denuncia interpuesta. Ursula, la anciana chiflada del pueblo había vuelto a llamar por teléfono, alegando que docenas de personas se habían reunido al otro lado de la colina para celebrar un aquelarre. Una de aquellas reuniones de hechiceros y brujas que solían surgir del imaginario de algunos autores malditos como el mismísimo Poe, Lovecraft y otros tantos que se veían reflejados en ellos.
Ya desde la distancia se podía vislumbrar la titilante luz que coronaba la cumbre de la colina, haciendo retroceder la oscuridad de la noche más corta del año. Una luz que les servía de faro para poder ejercer con presteza sus propósitos; llegar a la cumbre por la cara menos iluminada de la colina y otear desde cierta distancia lo que allí abajo estaba sucediendo.
Tras estacionar el vehiculo policial al término del asfalto, los agentes comenzaron a ascender la colina linternas en ristre, procurando esquivar la maleza punzante que no paraban de hallar a su paso al caminar. Ya a mitad de camino se podía percibir el olor a pólvora quemada, acompañado por el singular sonido del crepitar de la leña ardiente y la algarabía producida por aquellas gentes que pronto serían juzgadas bajo el escrutinio de los agentes.
Al llegar a la cima, sus ojos pudieron contemplar lo que sus mentes ya sabían de antemano; se trataba de una majestuosa hoguera construida con palés rotos y muebles viejos, rodeada por hombres ebrios, jóvenes descamisados y mujeres ligeras de ropa para aquellas horas nocturnas. Ninguno daba muestras de amilanarse ante la atenta mirada de los agentes; pues el que no reía y danzaba sin parar, bebía y charlaba.
–¿Les endilgamos una multa por hacer botellón? –le preguntó uno de los patrulleros a su compañero
–Quita, quita. Me parece que aquel que baila medio en bolas es mi padre.
Ya desde la distancia se podía vislumbrar la titilante luz que coronaba la cumbre de la colina, haciendo retroceder la oscuridad de la noche más corta del año. Una luz que les servía de faro para poder ejercer con presteza sus propósitos; llegar a la cumbre por la cara menos iluminada de la colina y otear desde cierta distancia lo que allí abajo estaba sucediendo.
Tras estacionar el vehiculo policial al término del asfalto, los agentes comenzaron a ascender la colina linternas en ristre, procurando esquivar la maleza punzante que no paraban de hallar a su paso al caminar. Ya a mitad de camino se podía percibir el olor a pólvora quemada, acompañado por el singular sonido del crepitar de la leña ardiente y la algarabía producida por aquellas gentes que pronto serían juzgadas bajo el escrutinio de los agentes.
Al llegar a la cima, sus ojos pudieron contemplar lo que sus mentes ya sabían de antemano; se trataba de una majestuosa hoguera construida con palés rotos y muebles viejos, rodeada por hombres ebrios, jóvenes descamisados y mujeres ligeras de ropa para aquellas horas nocturnas. Ninguno daba muestras de amilanarse ante la atenta mirada de los agentes; pues el que no reía y danzaba sin parar, bebía y charlaba.
–¿Les endilgamos una multa por hacer botellón? –le preguntó uno de los patrulleros a su compañero
–Quita, quita. Me parece que aquel que baila medio en bolas es mi padre.
Esperaba mas....
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