lunes, 26 de enero de 2015

Cinco Fuegos (capítulo 1)

Estaba tumbado en la cama leyendo una novela de misterio, a pesar que el reloj despertador indicaba más de media noche. Miguel notaba que le picaban los ojos desde hacía un buen rato, pero no quería apagar la luz de su habitación e intentar dormir hasta tener la certeza de que caería rendido en un profundo sueño. 
Pretendía evitar que su imaginación volara rozando las curvas de Anna, la nueva secretaria de la empresa donde él trabaja desde hacía un par de años. El motivo de su inquietud se debía a que la muchacha derrochaba simpatía hacia Miguel desde el mismo instante que fueron presentados y más de una vez la descubrió mirándole de reojo. El muchacho no se sentía especialmente atraído por su nueva compañera, pero aquel día no le quedó más remedio que preguntarle por cierto material de oficina que necesitaba. La chiquilla rebuscó sin éxito en los cajones de su mesa y en las mesas desocupadas de sus compañeras, que en aquel momento estaban ausentes de sus puestos de trabajo. Frustrada, la joven continuó la búsqueda en el armario de la fotocopiadora y al agacharse, Miguel pudo comprobar que Anna llevaba ropa interior que dejaba poco a la imaginación. Finalmente la muchacha le entregó todo lo que él le había pedido luciendo una sonrisa triunfal. Sin pensarlo dos veces, Miguel le propuso una cita, ya que no pudo resistir la tentación de conocer mejor a una chica tan adorable y resuelta. 
Le pudo más el cansancio que el sueño y no le quedó más remedio que dejar a un lado el libro y apagar la luz. Minutos después, todo apuntaba a que entraría en un sueño reparador. Cuando sin previo aviso, una presión sobresaltó al adormilado Miguel; como si alguien hubiera lanzado un objeto del tamaño de un puño entre sus piernas dejando tensas las sábanas. Al instante sintió otra presión cerca de la cadera izquierda. ¡Alguien está gateando sobre mi cuerpo! Pensó Miguel incapaz de reaccionar. 
Por la forma de actuar de aquel ser misterioso, procurando no tocar a Miguel, el muchacho no se sentía amenazado. Segundos más tarde la presencia reposó la cabeza delicadamente sobre el pecho de Miguel, que en aquel momento no sabía si no podía moverse o simplemente no se atrevía a hacerlo por temor a la reacción del extraño visitante de alcoba. 
Pasado un tiempo el ser se desvaneció sin dejar rastro. Con disimulo y sintiéndose ridículo, Miguel emitió un mal fingido bostezo, estiró las piernas y brazos para cerciorarse de que realmente estaba solo. Superada la prueba, procedió a abrir los ojos. Casi al instante se arrepintió. ¿Y si llega a haber algo monstruoso mirándome fijamente? Se preguntó a sí mismo. ¡Me cago las patas abajo! Se recriminó por su insensatez a pesar de que no había nadie ni nada extraño en la habitación. Debería estar muerto de miedo. Reflexionó tras comprobar que todo estaba en orden. En cambio lo que siento es…¿Paz? Concluyó tardando unos segundos en analizar la situación. Contagiado por la extraña sensación de bienestar, cerró los ojos y cayó en un profundo sueño. 
Tras una cena frugal y un mar de dudas en qué ropa ponerse, si debería afeitarse o presentarse con barba de dos días, usar desde su perfume más caro hasta la colonia que le regalaron para su último cumpleaños; en definitiva, cómo ir a una cita elegante pero sin mostrar todo su potencial de seducción, Miguel decidió vestirse con unos pantalones tejanos, unas deportivas negras, un jersey azul marino de manga corta y una camisa de pana beige desabrochada. ¿Si no me gusta Anna, para qué quedo con ella? Se lamentó el muchacho mientras contemplaba su reflejo en el espejo del cuarto de baño, intentando domar un mechón rebelde de su moreno cabello con un poco de gomina. Aunque bueno, fea no es. En fin, lo que tenga que pasar, pasará. 

El local de encuentro era un viejo karaoke situado en un antiguo polígono textil, por lo que no le resultó difícil estacionar el vehículo enfrente del local. 
Nada más entrar, le recibió una espesa nube de humo de cigarrillos a modo de bienvenida y apenas logró ver a través de ella las siluetas de varias personas sentadas en unos sofás pasados de moda. A un volumen considerablemente alto sonaba una canción del año anterior interpretada por una voz anónima. Cuando Miguel consiguió adaptar la vista a la penumbra del interior del local, localizó a Anna sentada en uno de los sofás mirándole con semblante divertido. Advirtió que la chica se había arreglado para la ocasión con un vestido negro muy elegante y escotado luciendo sus grandes pechos; pero no lograba disimular los pocos kilos de más que le sobraban en la zona abdominal, y llevaba su cabello castaño oscuro recogido en una especie de moño que le confería unos cuantos años de más. 
–No veas, qué guapo vienes –comenta Anna a modo de saludo cuando tiene al muchacho justo enfrente de ella. 
–¡Bah! Cuatro trapitos –responde Miguel sin poder evitar una ligera sonrisa y le propina un beso en cada mejilla deslizando su mano por la cintura hasta detenerla sobre la espalda descubierta de la muchacha. 
–Como eres… ¡Anda y siéntate a mi lado! –dice Anna acompañando el comentario con unos golpecitos en el sofá. 
Transcurridos unos cuantos temas de dudosa interpretación, Miguel reparó en la presencia de una bonita joven de cabello corto y rasgos suaves, sentada sin compañía en el extremo opuesto del local. Pero lo que le hizo mirarla con detenimiento, era su extraña indumentaria; botas de media caña estilo militar, shorts negros, camiseta blanca, calcetines largos a rayas gruesas verdes y negras, una camisa de leñador a juego y desabrochada. La desconocida no parecía esperar a nadie; por lo que a Miguel también le resultó extraño que una chica que apenas supera la mayoría de edad, no fuera acompañada para ir de copas. 
–Qué fuerte, Miguel –dice Anna acompañando el comentario con unos golpecitos en el antebrazo del aludido. 
–Pues no voy al gimnasio ni nada –responde Miguel distraidamente. 
–¡No, lo mal que canta ese tío! Es que tienes respuestas para todo –responde ella con fingida indignación mientras se pone en pie –. Pídeme algo de beber mientras voy un momento al baño. 
Buscando con la mirada a un camarero disponible para que tomara nota de las bebidas, Miguel observó como una camarera se acercaba a la mesa de la chica misteriosa y le hizo entrega de un micrófono. Segundos después empezó a sonar la música, la muchacha se puso en pie y comenzó a cantar. Su voz le confería más edad de la que aparentaba; grave, clara y sensual. La letra de la canción era romántica y cargada de amargura a su vez. El público, incluido Miguel, quedó extasiado ante el desparpajo de la muchacha por el hecho de cantar de pie y la notable interpretación. Miguel advirtió que no coincidía la letra que aparecía en los monitores con lo que cantaba la muchacha, pero curiosamente se adaptaba bastante bien a la música. Al finalizar la canción, el público aplaudió satisfecho mientras regresaba Anna del baño.
–¿He tardado mucho?
–No, todavía no me han tomado nota de las bebidas –dice Miguel mientras se levanta del sofá –. Pídeme algo de beber que no sea demasiado fuerte, que ahora soy yo el que necesita ir al baño. No tardo. 
El cuarto de baño consistía en un lavamanos, un urinario y un retrete en un estado de higiene lamentable. Sobre el urinario había un cartel que indicaba que estaba averiado, por lo que no le quedó más remedio que utilizar el retrete para orinar. Mientras salía del habitáculo del retrete, el muchacho escuchó una serie de pitidos regulares. El ruido irritante provenía del lavamanos donde reposaba un reloj de pulsera digital. Tras asearse las manos, decidió recogerlo para entregárselo a algún camarero por si su propietario lo reclamaba. Nada más coger el reloj, la alarma dejó de sonar y Miguel sintió una sensación de vértigo. La luz del cuarto de baño parpadeó unos instantes y finalmente todo quedó a oscuras. 
Aturdido y a tientas, el muchacho consiguió salir del cuarto de baño con el reloj en la mano. Al instante se percató de la ausencia de música o, en su defecto, el murmullo de la clientela. Caminó lo más rápido que pudo hasta llegar a la sala principal, iluminada por una vela en una de las mesas de la zona central de la estancia. 
–¡Hola! –exclama Miguel intuyendo la ausencia de una respuesta, puesto que no logró ver a nadie en los sofás, ni a ningún camarero tras la barra. 
–¿Donde se ha metido todo el mundo? –se pregunta en voz alta mientras se dirigía a la puerta que daba acceso a la calle. 
Como no estén aquí fuera, me voy a casa. Reflexiona cada vez más nervioso. Pero para su asombro, comprobó que estaba cerrada y alguien había echado el cerrojo. 
–¿Qué clase de broma es esta? –masculla entre dientes, mientras intenta forzar la puerta sin éxito. 
Derrotado por la sólida puerta y las circunstancias, decidió ir a sentase en el sofá que compartía minutos antes con Anna. Al pasar cerca de la única fuente de luz, descubrió que junto a la vela colocada ingeniosamente sobre una botella de refresco vacía, a modo de improvisado soporte, alguien había dejado una nota y una llave ligeramente oxidada. La nota estaba escrita con caligrafía redondeada y las mayúsculas con florituras recordándole su época escolar. 
Lamento su malestar al creerse encerrado, no más lejos de la realidad. Junto a esta nota le dejo la llave de la puerta. Le invito a que compruebe que realmente puede salir, pero le recomiendo que no permanezca fuera mucho tiempo, pues puede resultar peligroso. 
Le ruego que espere nuestra llegada al próximo amanecer y le prometo que le responderemos gustosamente todas las preguntas que nos plantee. Tras la barra le hemos dejado algo de comida, una vela y una caja de fósforos para que la espera le resulte más llevadera. No le abra la puerta a nadie hasta nuestro regreso. 
Atentamente, Samuel.
Incrédulo, Miguel leyó varias veces la nota. Reparó en que todavía sostenía el reloj de pulsera en la mano y lo arrojó sin miramientos sobre la mesa. 
–¡Por supuesto que pienso salir de aquí! –dice alzando la voz mientras recoge la llave de la mesa y se dirige nuevamente a la puerta.
Al girar la llave dentro de la cerradura, escuchó un leve chasquido y consiguió abrir la puerta. Pese a la negrura que reinaba en el exterior, a causa del inesperado apagón, el muchacho caminó con decisión hasta el lugar donde había estacionado su automóvil. El alma se le cayó a los pies al comprobar que no estaba estacionado donde debería estar. En la oscuridad es muy fácil desorientarse. Pensó Miguel con un creciente nudo en el estómago. ¡Ya lo tengo! Activaré el cierre centralizado y al parpadear las luces sabré donde está mi coche. Razonó el muchacho con cierta satisfacción. Pero tras pulsar repetidas veces el botón de la llave del coche que debería delatar la posición de su vehículo, sus esperanzas de localizarlo se desvanecieron. 
Solitario, a oscuras y como único punto de referencia la luz de la vela enmarcada por el vano de la puerta del viejo karaoke, regresó al local con la intención de curar su malestar a base de alcohol. De una cosa estoy seguro, no pienso pagar las copas.

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