Permanecía tumbado en la cama, a la espera de la visita del médico. No es que estuviera tan mal para permanecer postrado, pero pretendía dar ese efecto para justificar de forma visual mi incapacidad de poder acudir a su consulta.
Cuando sonó el timbre de la puerta, escuché a mi madre acudir a atender la llamada, al igual que otras tantas veces había acudido cuando yo caía enfermo. Al sentir abrirse la puerta, esperé oír la voz de un hombre al saludarle, pero no fue así. Era la voz de una mujer la que escuché, pero, para mi sorpresa, mi madre le hizo pasar igualmente al interior de la vivienda antes de cerrar la puerta.
Aquella mujer entró en mi habitación, pues se trataba de nada más y nada menos que la medico que en aquel momento estaba de guardia.
Calculé que aquella joven mujer tenía que tener aproximadamente mi edad, mientras me formulaba las típicas preguntas de rigor. Y mientras comprobaba mi estado de salud, me comenzó a tutear y comprendí que habíamos conectado rápidamente.
Intenté demostrarle que no siempre había estado tan enfermo y, sin darme cuenta, me levanté de la cama y comencé a mostrarle los humildes trofeos que adornaban la habitación.
Aquella mujer no parecía tener prisa por marcharse, pues parecía encontrarse a gusto con mi compañía; pero pronto comprendí que pertenecíamos a mundos distintos. Ella era una mujer triunfadora, mientras yo sólo podía ofrecerle mi bien más preciado, mi tiempo.
Cuando se marchó comprendí que habría podido amarla aquella misma noche, e incluso muchas noches más; pero ella jamás se habría permitido confundir el Renoxol con el Rinoxal por hallarme en sus pensamientos.
Con el tiempo, el placer habría dado paso a un profundo dolor. No me arrepiento el haberle dejado marchar. Sólo lamento no haberle preguntado su nombre.
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