Jamás olvidaré el 13 de
Febrero del 1976. Aquel día fui a la consulta con la certeza de que
iba a ser una jornada laboral muy distinta a todas las demás, pues
tan sólo habían pasado unas horas desde que recibí una inquietante
llamada telefónica de alguien que aseguraba ser un antiguo colega
del instituto. Un viejo amigo al que no había vuelto a ver desde el
día de nuestra graduación, que de repente pretendía conseguir una
cita conmigo para que le hiciera terapia.
Siempre había evitado pasar
consulta a aquellas personas con las que hubiera tenido algún tipo
de lazo afectivo; pero Alberto, pues así se llamaba mi antiguo
camarada, insistió en que necesitaba hablar con un profesional de
confianza. A causa de su insistencia y a mi deber como psicólogo no
pude negarme.
Y allí estaba yo, fingiendo
que prestaba atención a los problemas e inquietudes de la primera
cliente del día, cuando en realidad su voz llegaba hasta mí como el
murmullo del viento que mecía con violencia las ramas del árbol que
algún funcionario inepto había ordenado plantar justo enfrente del
único ventanal de mi consulta.
Un sentimiento de culpa se fue
apoderando de mí, obligándome a despachar a mi cliente antes de
tiempo y sin cobrarle ni un solo centavo por la sesión.
Los minutos pasaban
lentamente, pues aún disponía de bastante tiempo hasta la llegada
de Alberto; así que me senté en mi escritorio y abrí su cajón
superior para extraer de su interior mi pitillera. He de reconocer
que me llevé una gran decepción al encontrarla vacía, pues en
aquel preciso instante recordé que llevaba unos meses intentando
dejar de fumar.
Rebuscando entre las cosas que
había ido acumulando con el paso del tiempo en aquel cajón,
encontré unos cuantos caramelos mentolados. Le quité el envoltorio
a uno de ellos con la esperanza de que me ayudara a calmar las ganas
de fumar, me lo lleve a la boca y guardé el resto en el bolsillo del
pantalón.
Intenté convencerme de que
era absurdo estar inquieto por tener que atender contra mi voluntad
al próximo cliente, puesto que de aquel Alberto joven y con la cara
cubierta de acné que yo había conocido muchos años atrás, tan
sólo debía de quedar un puñado de viejos recuerdos.
El caramelo había menguado
considerablemente de tamaño en el interior de mi boca, cuando sonó
con insistencia el timbre de la puerta. Como en aquella época aún
no había contratado a mi jóven secretaria, sólo yo podía acudir a
la llamada; y tras abrir la puerta sólo yo pude apreciar la reacción
de Alberto al verme por primera vez después de tantos años.
–¡Doctor
Santiago Ruipérez, ni más ni menos! –exclamó
Alberto mientras señalaba el cartel que adornaba la puerta de mi
consulta, acompañando el estudiado saludo con una sonora carcajada
que pronto quedó interrumpida por un fuerte ataque de tos.
–¡Pero
bueno, Alberto! –exclame
yo también –.
¿Qué te trae por aquí?
Tuve que mirar dos veces para
reconocer en aquel hombre al Alberto que yo había conocido varios
años atrás, pues de haberle visto en cualquier otro lugar jamás le
hubiera reconocido.
Se había convertido en un
hombre de escaso cabello cano, alto y delgado; aunque su piel flácida
delataba que en un pasado no muy lejano había tenido algo de
sobrepeso. Iba vestido con ropa de calidad, pero le quedaba bastante
holgada y estaba mal planchada. Tenía el aspecto habitual de una
persona con problemas, como la mayoría de personas que suelo atender
en mi consulta.
Tras hacerle pasar, Alberto me
contó que había regresado a la ciudad para asistir a una
conferencia y, para aprovechar el largo viaje, decidió quedarse un
par de días más para recorrer sus calles y paseos para así
averiguar qué cambios habían sufrido durante su ausencia.
Al
preguntarle por su familia, Alberto se tumbó en el diván sin que yo
le otorgara mi consentimiento. Y tras adoptar una pose cómoda, me
contó que había estado casado, pero nunca llegó a tener hijos. Su
mujer quedó una sola vez en estado de buena esperanza, pero perdió
al crío a los pocos meses de gestación y cayó en una profunda
depresión. Aquello creó una mella en la relación marital y Alberto
acabó sucumbiendo a los encantos de otra mujer, lo que acabó de
romper su matrimonio. No cabe decir que yo también le conté los
momentos destacables de mi vida, aunque prescindiré de ellos pues
ahora no vienen al caso. Así que a partir de ahora me centraré en
relatar todo lo que me contó mi antiguo colega.
“Tras
finalizar los estudios en el instituto, estudié ingeniería en la
universidad autónoma. Con la licenciatura en mi haber no tardé en
conseguir una vacante en una multinacional de prestigio. Allí conocí
a una joven empleada que unos pocos años más tarde se convertiría
en mi esposa.
A causa del fin de mi
matrimonio perdí la fe en mi mismo. Me volví apático y muy
olvidadizo, repercutiendo gravemente en los resultados de todos los
proyectos en los que participaba. El que no se convertía en un
rotundo fracaso, lo conseguía finalizar fuera del plazo previsto.
Fueron momentos difíciles. Pasaban los días y los miembros de la
junta no sabían qué hacer conmigo, mientras yo trabajaba en un
nuevo proyecto que intuía que jamás llegaría a ver terminado.
Finalmente
tomaron la decisión más sensata. A pesar de mi fiel compromiso con
la empresa, y los múltiples éxitos obtenidos en tiempos pretéritos,
consideraron que me había convertido en una pieza defectuosa capaz
de obstruir por sí sola el colosal engranaje que representaba la
firma; una mancha que había que eliminar, un estorbo. Aunque no
tengo nada que reprocharles, pues yo mismo me sentía fuera de lugar
allá donde estuviese durante aquellos momentos. Incluso en el
apartamento de bajo arrendamiento de Fraisal, en el que me había
instalado tras el divorcio, me parecía un lugar adverso en el que
debía malvivír alimentándome a base de comida precocinada y
autocompasión”.
–¿No
fue en Fraisal donde hallaron entre unos cubos de basura el cadáver
de un hombre que falleció en extrañas circunstancias? –intervine
tras recordar haber leído algo al respecto en la prensa local.
–Exacto
–respondió
Alberto –.
Pero puedo garantizarte que fue un caso aislado. Fraisal siempre ha
sido un pueblo muy tranquilo, donde he podido vagar por sus calles
hasta altas horas de la noche sin sufrir ningún percance.
“En
uno de esos paseos nocturnos me detuve en la plaza que hay frente a
la iglesia y me senté en uno de sus bancos. En aquellas horas de la
noche esa zona del pueblo era un remanso de paz; uno de esos lugares
escasos donde uno puede encontrarse a sí mismo sin apenas
proponérselo.
El viento llevaba consigo una
brisa fresca que recibí con agrado, a pesar de que las temperaturas
comenzaban a descender como es habitual en aquella época del año.
La plaza estaba bien iluminada, al igual que sus calles colindantes,
y la iglesia ofrecía su mejor versión gracias a los focos que
iluminaban la parte más alta del campanario. Por primera vez los
remordimientos que atenazaban mi alma aflojaron su presión por unos
instantes.
Estaba admirando la torre del
campanario, con el firmamento como telón de fondo, cuando una
imponente voz me liberó del hechizo en el que me hallaba inmerso al
formular una simple pregunta ¿Es usted creyente? Reaccioné con un
sobresalto y mi cuerpo se puso totalmente en tensión. Busqué con la
mirada al causante de mi profunda agitación con tanta violencia que
a punto estuve de provocarme una lesión cervical.
Lamenté no haber podido
reprimir una mueca de dolor, justo en el preciso instante en que
localicé a un hombre de unos cincuenta años de edad a unos pocos
metros de distancia. El desconocido tuvo que haber reparado en que yo
me había asustado porque rápidamente me mostró sus manos desnudas
y se disculpó por su osada intromisión.
Acepté de inmediato sus
disculpas y con un ademan le indiqué que podía acercarse para
hacerme compañía. El hombre asintió con la cabeza con cierta
elegancia y caminó los pocos metros que restaban hasta sentarse en
el otro extremo del banco.
Pronto se creó un incómodo
silencio mientras yo esperaba que el desconocido me revelara su
nombre; pues consideré que era de recibo que él fuera el primero en
presentarse, ya que había sido él quien había acudido a mí en
busca de compañía ¿Y bien? dijo al fin. ¿Ya ha meditado lo
suficiente para responder mi pregunta?
Por alguna causa ajena a mi
comprensión, aquel hombre ejercía sobre mí un estatus dominante,
haciéndome sentir dócil y torpe de ideas. Como si al hallarme ante
su presencia mis pensamientos estuvieran obligados a pasar por una
vía segundaria; un conducto en desuso impregnado por alguna
sustancia pringosa que les impidiera llegar a tiempo a su destino. A
pesar de que siempre he considerado inapropiado exponer mi fe ante
desconocidos, en ese momento me sentí incapaz de eludir la pregunta
sin ser descortés. No quedándome más remedio que interpretar mi
papel de sumiso mientras le exponía a grandes rasgos mis creencias
religiosas.
Acabada mi explicación, mi
enigmático compañero me expuso una versión de los hechos mucho más
cáustica. Para empezar reconocía tener dudas sobre la existencia de
Dios. Pero que de haber existido no sería más que un creador
involuntario; como un hombre que tras comerse un puñado de aceitunas
hubiera tirado los huesos en el suelo y, pasado un tiempo, por puro
azar, de uno de esos huesos hubiera surgido un árbol. Como si aquel
olivo fuera nuestro amado planeta y sus frutos sus habitantes. Un
árbol al que nadie iría a regar ni a para recoger sus aceitunas por
muy sabrosas que estas fueran.
Su
teoría me resultó abrumadora e ingeniosa; y habría estado
dispuesto a profundizar en ella incluyendo el concepto del alma, pero
tras consultar su reloj el desconocido me anunció que ya era
demasiado tarde para debatir temas tan profundos y me prometió que
acabaríamos la conversación al día siguiente, en el mismo banco y
a la misma hora”.
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