Como
cada mañana al despertar, Don Jacinto contempló durante unos
instantes la fotografía de su difunta esposa que reposaba sobre la
mesita de noche; y tras reunir las energías necesarias, se calzó
los pies con sus viejas zapatillas, se puso en pie y se refugió bajo
un grueso batín de cuadros escoceses.
Tras
unos minutos de trajín en la cocina, se sirvió un sencillo desayuno
que consistía en un pedazo de pan, un par de lonchas de embutido y
un vaso de leche, que más tarde le ayudaría a ingerir la medicación
matutina.
–¡Me
cago en diez! –exclamó
con la boca llena –¡Este
pan no sabe a nada! –.
y tras conseguir ingerir el contenido de su boca,
añadió –¡Es
que no hay derecho!, ¡Esta gentuza del gobierno se han empeñado en
prologar nuestra existencia a base de rebajar nuestra calidad de
vida!
Como
aquel arranque de mal humor formaba parte de su vida cotidiana,
terminó de desayunar con desgana y se dirigió hacia la terraza de
la vivienda, ya que disfrutar de las vistas solía calmarle los
ánimos de igual manera que el mejor de los fármacos.
El
mayor atractivo del paisaje consistía, según Don Jacinto, en un
edificio ubicado en las afueras de la ciudad, que sobresalía del
resto de edificios al igual que los campanarios de las iglesias
cercanas. Una gran mole construida con materiales cálidos, que a
diferencia de aquellos templos religiosos, el anciano no conocía el
motivo por el cual había sido edificada.
A
pesar de la permanente incógnita, la visión de aquel edificio solía
proporcionarle cierto bienestar. Aunque aquel día resultó ser muy
diferente a todos los demás, pues en aquel momento sintió la
imperiosa necesidad de conocer el cometido por el cual había sido
construido; así que no tardó en regresar al calor del hogar para
realizar los preparativos oportunos para personarse en aquel extraño
lugar.
Necesitó
tomar el transporte de línea y caminar varias manzanas antes de
hallarse frente al edificio, que, desde sus inmediaciones, no le
resultaba ni tan bello ni tan cálido como siempre le había parecido
desde la distancia. Frustrado, al no hallar indicio alguno de lo que
podría albergar en su interior, se introdujo en él por la puerta
principal.
De
repente se encontró ante una amplia recepción de blancas paredes,
decorada con un mobiliario de idéntico color. Camuflada entre tanta
blancura, una joven recepcionista se descubrió ante el anciano al ir
a atenderle.
–¿En
qué podríamos ayudarle? –le
preguntó con voz serena.
La
presencia de la mujer hizo desaparecer todo el ímpetu de Don
Jacinto, haciendo inapropiada cualquier pregunta descortés, por lo
que al pobre anciano no le quedó más remedio que improvisar.
–Me
preguntaba si podría subir a la azotea para contemplar las vistas.
Seguro que son esplendidas.
La
mujer no mostró signos de sorpresa tras recibir tan singular
petición, al contrario, le obsequió con una amplia sonrisa antes de
hablar.
–Con
sumo gusto le complaceremos. Aunque primero deberá acompáñeme
hasta el mostrador, pues tendrá que rellenar nuestro formulario para
oficializar la ocasión. Mientras tanto llamaré a uno de nuestros
empleados para que le haga de guía.
Apenas
pudo leer el formulario antes de tener que entregárselo completado,
pues no tardó en llegar un hombre vestido de blanco y de rasgos
refinados que le condujo hasta un ascensor que los llevaría
directamente a la azotea.
Una
vez en el exterior, mientras Don Jacinto contemplaba las vistas con
regocijo, unos operarios colocaron a escasos metros un par de
tumbonas y una mesa plegable culla superficie no tardaron en cubrir
con múltiples delicias gustativas.
–¿Desea
algo de comer? –le
preguntó su guía.
–No,
muchas gracias –le
respondió Don Jacinto.
–¿Un
poco de vino o una copa de champán, quizá? –insistió
su estirado acompañante.
–Un
vasito de vino, por favor –aceptó
el anciano, sorprendido por todo el despliegue de atenciones
recibidas.
Sin
previo aviso comenzó a sonar una suave y dulce melodía a través
del conjunto de altavoces que habían dispuesto los fornidos
operarios por toda la azotea, la cual no tardó en inquietar al pobre
anciano.
–Creo
que ya va siendo hora de marcharme –anunció
Don Jacinto, deseando que su guía no le pusiera ningún reparo.
–Por
supuesto. Túmbese un rato, si lo desea, pues calculo que en unos
minutos ya se habrá marchado –le
sugirió su acompañante, señalando la tumbona más cercana.
El
anciano, confuso por la extraña sugerencia, dejó su copa de vino
sobre uno de los posavasos que encontró sobre la mesa, en los que
rezaba el siguiente mensaje: “Centro
de eutanasia Torre de Marfil. Decida con nosotros cuándo y cómo
abandonar este mundo”
Inquietante final el que das, resulta interesante como nos haces ver que aquello que le daba sosiego en la lejanía, finalmente pueda ser lo que le lleve a la tumba. Lo imaginé como un curioso cruce entre UP y "Abre los ojos". Incluso pensé que podría transformarse en comedia si nos contaras como va el anciano a salir de allí.
ResponderEliminarGracias por el rato.
Cuando cree este relato tenía en mente la película "Cuando el destino nos alcance" (no he leido el libro, pero no me importaría) y el relato de Robert Block "la sombra que huyó el capitel". Lo del sosiego fue cosa mía XD
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