El
día que mi amo me dejó a cargo de la vigilancia de sus tierras, fue
el primer y el último día que se dignó a dirigirme la palabra.
Cuando no estaba demasiado ocupado con las labores agrícolas, se
ausentaba durante horas o permanecía sentado en el porche con algún
miembro de su familia.
Su
mujer solía observarme con recelo, mientras sus hijos me mantenían
la mirada con sus grandes ojos burlones y sus sonrisas bobaliconas.
Los odiaba. Ahora sé que no tenía derecho a hacerlo, pero los
odiaba de verdad.
No
sé cuanto tiempo hubiera sido capaz de aguantar bajo aquellas
circunstancias; pues una tarde de otoño mi amo le regaló una
escopeta a su primogénito, desencadenando la tragedia que aconteció
unas horas más tarde. Padre e hijo practicaron puntería utilizando
como blanco una lata de refrescos; pero mi amo pronto se cansó de
disparar y regresó al calor del hogar, mientras que el crío ya
había decidido su nuevo objetivo.
El
primer disparo atravesó la pernera izquierda de mi pantalón y el
segundo hizo brotar una parte del contenido de mi pecho. Poco faltó
para que el tercer proyectil me volara la cabeza y el cuarto nunca
llegó, pues su madre le llamó para que se lavara las manos antes de
cenar.
Cuando
la mujer me miró, no hubo drama por mis prendas rotas, ni por mi
pobre cuerpo maltrecho. Tan sólo hubo risas en forma de graznidos
por parte de los cuervos.
Al
caer la noche llegó el agua en forma de lluvia y las aves se
marcharon que buscar cobijo; por lo que la triste sensación de
abandono crecía en mi interior, desatando la ira contenida. Una ira
que me dio fuerzas para librarme de los tablones de madera que me
habían mantenido crucificado durante tanto tiempo.
Tras
dar mis primeros pasos, caí de rodillas contra el suelo permitiendo
que el barro formado por la lluvia se adhiriera en mis maltrechos
pantalones. Me puse en pie y me dirigí con mi torpe caminar hacia el
granero, donde tomé la guadaña de mi amo y proseguí caminando
hasta el interior de la granja, donde decapité con sigilo y sin
piedad a todos sus inquilinos.
Cuando
el cartero llegó junto al buzón de la linde del camino, halló a
este desdichado espantapájaros con sus ropas manchadas de barro y
sangre en lo alto de su cruz; y una terrible escena en el interior de
la vivienda que sin duda le hizo vomitar.
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