miércoles, 11 de febrero de 2015

Tiempos Funestos (capítulo 1)

Jamás olvidaré el 13 de Febrero del 1976. Aquel día fui a la consulta con la certeza de que iba a ser una jornada laboral muy distinta a todas las demás, pues tan sólo habían pasado unas horas desde que recibí una inquietante llamada telefónica de alguien que aseguraba ser un antiguo colega del instituto. Un viejo amigo al que no había vuelto a ver desde el día de nuestra graduación, que de repente pretendía conseguir una cita conmigo para que le hiciera terapia.
Siempre había evitado pasar consulta a aquellas personas con las que hubiera tenido algún tipo de lazo afectivo; pero Alberto, pues así se llamaba mi antiguo camarada, insistió en que necesitaba hablar con un profesional de confianza. A causa de su insistencia y a mi deber como psicólogo no pude negarme.
Y allí estaba yo, fingiendo que prestaba atención a los problemas e inquietudes de la primera cliente del día, cuando en realidad su voz llegaba hasta mí como el murmullo del viento que mecía con violencia las ramas del árbol que algún funcionario inepto había ordenado plantar justo enfrente del único ventanal de mi consulta.
Un sentimiento de culpa se fue apoderando de mí, obligándome a despachar a mi cliente antes de tiempo y sin cobrarle ni un solo centavo por la sesión.
Los minutos pasaban lentamente, pues aún disponía de bastante tiempo hasta la llegada de Alberto; así que me senté en mi escritorio y abrí su cajón superior para extraer de su interior mi pitillera. He de reconocer que me llevé una gran decepción al encontrarla vacía, pues en aquel preciso instante recordé que llevaba unos meses intentando dejar de fumar.
Rebuscando entre las cosas que había ido acumulando con el paso del tiempo en aquel cajón, encontré unos cuantos caramelos mentolados. Le quité el envoltorio a uno de ellos con la esperanza de que me ayudara a calmar las ganas de fumar, me lo lleve a la boca y guardé el resto en el bolsillo del pantalón.
Intenté convencerme de que era absurdo estar inquieto por tener que atender contra mi voluntad al próximo cliente, puesto que de aquel Alberto joven y con la cara cubierta de acné que yo había conocido muchos años atrás, tan sólo debía de quedar un puñado de viejos recuerdos.
El caramelo había menguado considerablemente de tamaño en el interior de mi boca, cuando sonó con insistencia el timbre de la puerta. Como en aquella época aún no había contratado a mi jóven secretaria, sólo yo podía acudir a la llamada; y tras abrir la puerta sólo yo pude apreciar la reacción de Alberto al verme por primera vez después de tantos años.
¡Doctor Santiago Ruipérez, ni más ni menos! exclamó Alberto mientras señalaba el cartel que adornaba la puerta de mi consulta, acompañando el estudiado saludo con una sonora carcajada que pronto quedó interrumpida por un fuerte ataque de tos.
¡Pero bueno, Alberto! exclame yo también . ¿Qué te trae por aquí?
Tuve que mirar dos veces para reconocer en aquel hombre al Alberto que yo había conocido varios años atrás, pues de haberle visto en cualquier otro lugar jamás le hubiera reconocido.
Se había convertido en un hombre de escaso cabello cano, alto y delgado; aunque su piel flácida delataba que en un pasado no muy lejano había tenido algo de sobrepeso. Iba vestido con ropa de calidad, pero le quedaba bastante holgada y estaba mal planchada. Tenía el aspecto habitual de una persona con problemas, como la mayoría de personas que suelo atender en mi consulta.
Tras hacerle pasar, Alberto me contó que había regresado a la ciudad para asistir a una conferencia y, para aprovechar el largo viaje, decidió quedarse un par de días más para recorrer sus calles y paseos para así averiguar qué cambios habían sufrido durante su ausencia.
Al preguntarle por su familia, Alberto se tumbó en el diván sin que yo le otorgara mi consentimiento. Y tras adoptar una pose cómoda, me contó que había estado casado, pero nunca llegó a tener hijos. Su mujer quedó una sola vez en estado de buena esperanza, pero perdió al crío a los pocos meses de gestación y cayó en una profunda depresión. Aquello creó una mella en la relación marital y Alberto acabó sucumbiendo a los encantos de otra mujer, lo que acabó de romper su matrimonio. No cabe decir que yo también le conté los momentos destacables de mi vida, aunque prescindiré de ellos pues ahora no vienen al caso. Así que a partir de ahora me centraré en relatar todo lo que me contó mi antiguo colega.

Tras finalizar los estudios en el instituto, estudié ingeniería en la universidad autónoma. Con la licenciatura en mi haber no tardé en conseguir una vacante en una multinacional de prestigio. Allí conocí a una joven empleada que unos pocos años más tarde se convertiría en mi esposa.
A causa del fin de mi matrimonio perdí la fe en mi mismo. Me volví apático y muy olvidadizo, repercutiendo gravemente en los resultados de todos los proyectos en los que participaba. El que no se convertía en un rotundo fracaso, lo conseguía finalizar fuera del plazo previsto. Fueron momentos difíciles. Pasaban los días y los miembros de la junta no sabían qué hacer conmigo, mientras yo trabajaba en un nuevo proyecto que intuía que jamás llegaría a ver terminado.
Finalmente tomaron la decisión más sensata. A pesar de mi fiel compromiso con la empresa, y los múltiples éxitos obtenidos en tiempos pretéritos, consideraron que me había convertido en una pieza defectuosa capaz de obstruir por sí sola el colosal engranaje que representaba la firma; una mancha que había que eliminar, un estorbo. Aunque no tengo nada que reprocharles, pues yo mismo me sentía fuera de lugar allá donde estuviese durante aquellos momentos. Incluso en el apartamento de bajo arrendamiento de Fraisal, en el que me había instalado tras el divorcio, me parecía un lugar adverso en el que debía malvivír alimentándome a base de comida precocinada y autocompasión.

¿No fue en Fraisal donde hallaron entre unos cubos de basura el cadáver de un hombre que falleció en extrañas circunstancias? intervine tras recordar haber leído algo al respecto en la prensa local.
Exacto respondió Alberto . Pero puedo garantizarte que fue un caso aislado. Fraisal siempre ha sido un pueblo muy tranquilo, donde he podido vagar por sus calles hasta altas horas de la noche sin sufrir ningún percance.

En uno de esos paseos nocturnos me detuve en la plaza que hay frente a la iglesia y me senté en uno de sus bancos. En aquellas horas de la noche esa zona del pueblo era un remanso de paz; uno de esos lugares escasos donde uno puede encontrarse a sí mismo sin apenas proponérselo.
El viento llevaba consigo una brisa fresca que recibí con agrado, a pesar de que las temperaturas comenzaban a descender como es habitual en aquella época del año. La plaza estaba bien iluminada, al igual que sus calles colindantes, y la iglesia ofrecía su mejor versión gracias a los focos que iluminaban la parte más alta del campanario. Por primera vez los remordimientos que atenazaban mi alma aflojaron su presión por unos instantes.
Estaba admirando la torre del campanario, con el firmamento como telón de fondo, cuando una imponente voz me liberó del hechizo en el que me hallaba inmerso al formular una simple pregunta ¿Es usted creyente? Reaccioné con un sobresalto y mi cuerpo se puso totalmente en tensión. Busqué con la mirada al causante de mi profunda agitación con tanta violencia que a punto estuve de provocarme una lesión cervical.
Lamenté no haber podido reprimir una mueca de dolor, justo en el preciso instante en que localicé a un hombre de unos cincuenta años de edad a unos pocos metros de distancia. El desconocido tuvo que haber reparado en que yo me había asustado porque rápidamente me mostró sus manos desnudas y se disculpó por su osada intromisión.
Acepté de inmediato sus disculpas y con un ademan le indiqué que podía acercarse para hacerme compañía. El hombre asintió con la cabeza con cierta elegancia y caminó los pocos metros que restaban hasta sentarse en el otro extremo del banco.
Pronto se creó un incómodo silencio mientras yo esperaba que el desconocido me revelara su nombre; pues consideré que era de recibo que él fuera el primero en presentarse, ya que había sido él quien había acudido a mí en busca de compañía ¿Y bien? dijo al fin. ¿Ya ha meditado lo suficiente para responder mi pregunta?
Por alguna causa ajena a mi comprensión, aquel hombre ejercía sobre mí un estatus dominante, haciéndome sentir dócil y torpe de ideas. Como si al hallarme ante su presencia mis pensamientos estuvieran obligados a pasar por una vía segundaria; un conducto en desuso impregnado por alguna sustancia pringosa que les impidiera llegar a tiempo a su destino. A pesar de que siempre he considerado inapropiado exponer mi fe ante desconocidos, en ese momento me sentí incapaz de eludir la pregunta sin ser descortés. No quedándome más remedio que interpretar mi papel de sumiso mientras le exponía a grandes rasgos mis creencias religiosas.
Acabada mi explicación, mi enigmático compañero me expuso una versión de los hechos mucho más cáustica. Para empezar reconocía tener dudas sobre la existencia de Dios. Pero que de haber existido no sería más que un creador involuntario; como un hombre que tras comerse un puñado de aceitunas hubiera tirado los huesos en el suelo y, pasado un tiempo, por puro azar, de uno de esos huesos hubiera surgido un árbol. Como si aquel olivo fuera nuestro amado planeta y sus frutos sus habitantes. Un árbol al que nadie iría a regar ni a para recoger sus aceitunas por muy sabrosas que estas fueran.

Su teoría me resultó abrumadora e ingeniosa; y habría estado dispuesto a profundizar en ella incluyendo el concepto del alma, pero tras consultar su reloj el desconocido me anunció que ya era demasiado tarde para debatir temas tan profundos y me prometió que acabaríamos la conversación al día siguiente, en el mismo banco y a la misma hora


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