domingo, 13 de diciembre de 2015

El capitán Frederick III


Vigésimo tercer día de navegación desde que zarpamos desde el puerto de la Habana. El mar permanece en calma y la tripulación holgazanea en cubierta entre sus constantes disputas, mientras yo, Jack Frederick III, observo distraídamente mis estimados mapas de navegación, permitiendo que el clima temple la humeante taza de café que espera ser ingerida.
No puedo evitar alzar el meñique al llevar hasta mi boca aquel oscuro brebaje, pero no me importa. Mi entorno social siempre lo ha considerado un símbolo de distinción.
Dejo que el fluido recorra lentamente mis entrañas, aunque me detengo al notar que algo sólido se ha posado plácidamente en la parte superior de mi lengua. De primeras creo que es parte del poso del café y lo escupo sobre mi mano; pero de un sólo vistazo descubro horrorizado que es el grotesco cadáver de una mosca.
Entre arcadas hago llamar al cocinero, el cual no me sugiere ninguna explicación de cómo ha ido a parar aquel animal en un barco que navega durante días en alta mar. Pero no es la náusea lo que me dicta hacerlo azotar, sino el mal augurio que la mosca muerta representa.
Desde entonces no me atrevo a salir de mi querido camarote. Sólo permito la ocasional visita de mi contramaestre, el cual me recomienda que me deje ver por la tripulación al menos una vez al día. Ignoro su sugerencia.
En cada visita se muestra más nervioso que la vez anterior, por lo que cada vez detesto más su presencia.
Finalmente ha ocurrido lo que tanto temía. Una gran parte de la tripulación ha entrado en mi camarote contra mi voluntad y me acusan de haber perdido la cordura. Me elevan por encima de sus cabezas y me sacan a la fuerza con el beneplácito de mi único confidente.
Ya en cubierta, y tras rezar por mi alma, el contramaestre da la orden y el grupo de marineros que me sostiene me deja caer por la borda; por lo que ahora me hallo flotando sobre las frías aguas del oceano, como la mosca que el cruel destino quiso que flotara en mi taza de café.

jueves, 15 de octubre de 2015

Una noche lluviosa cualquiera


En aquel momento de incredulidad, me pregunté por qué mi automóvil me obligaba a mirar hacia la inmensa oscuridad que reinaba más allá del pavimento de la carretera. La lluvia seguía tamborileando contra la carrocería, al igual que en los minutos anteriores cuando aún me dirigía hacia mi domicilio tras finalizar una jornada laboral intensa; pero por algún motivo que no lograba recordar, mi auto se hallaba detenido en aquel lugar y en aquella posición tan poco prometedora.
Poco a poco comencé a recordar cómo dos esferas luminiscentes que se habían dirigido hacia mi posición, justo en el instante en que el vehículo dejaba de obedecer mis instrucciones. Las esferas se tornaron dos potentes haces de luz que me cegaron sin piedad y mi auto sufrió una estruendosa sacudida que provocó que todo a mi alrededor comenzara a girar como si estubiera inmerso en una funesta pesadilla.
Sin duda estaba tratando de negar la realidad, pues en el fondo sabía que mi automóvil había sufrido un fuerte impacto al chocar contra el vehículo que circulaba por el carril del sentido contrario.
Nada más exponerme bajo la lluvia, me obligué a ignorar los daños sufridos en mi propio automóvil y me dirigí hacia el otro vehículo para interesarme por el bienestar de sus ocupantes. Se trataba de un auto de gama alta que a priori parecía estar en buen estado; pero al aproxiarme a la ventanilla del conductor reparé en que la zona del guardabarros estaba completamente aplastada y que el eje delantero debía estar destrozado, pues la rueda de aquel costado reposaba en un ángulo de unos treinta grados respecto al suelo.
A través de la ventanilla hallé al conductor, que parecía haber perdido el conocimiento o algo peor. Intenté abrir cada una de las puertas para acceder a su interior, pero todas permanecían bien cerradas; así que busqué desesperadamente una piedra de gran tamaño para romper el cristal de alguna puerta, quitar el seguro y así poder asistir al fin a aquel hombre.
Renuncié a la búsqueda al llegar un coche patrulla de la policía y corrí hacia los agentes que salían de su interior. Ignorando mis balbuceos, los dos agentes decidieron tomar caminos separados para inspeccionar cada uno de los vehículos siniestrados; por lo que caminé tras los pasos del agente que se dirigía hacia mi auto, mientras insistía en decirle que no hacía falta inspeccionarlo, pues no hallaría a nadie en su interior y que más le valdría socorrer cuanto antes al otro conductor.
Estaba completamente equivocado. Juntos hallamos lo que otro hora había considerado mi cuerpo, aunque no podía comprender por qué podía contemplar aquella escena desde mi perspectiva.
Mientras el agente accedía al interior de mi auto, las piezas comenzaron a encajar en mi mente, dando un nuevo sentido a mi estado de confusión y al hecho de que los agentes me hubieran ignorado de aquella manera tan contundente. Tras comprobar la ausencia de constantes vitales en mi cuerpo inerte, el agente se reunió con su compañero y gracias al intercambio de información que mantuvieron pude saber que el otro conductor continuaba con vida.
Al llegar los sanitarios, los agentes se hicieron a un lado para no molestar y junto a ellos pude observar como conseguían extraer el cuerpo inerte del otro conductor del interior de su vehículo y lo colocaban en una camilla con suma eficiencia. La lluvia caía sobre el impasible rostro del moribundo, mientras un sanitario le colocaba una mascarilla de respiración asistida. Tras cubrir al moribundo con una gruesa manta, el resto de los sanitarios le trasportaron hasta el interior de la ambulancia sin que yo supiera a qué hospital pretendían llevárselo. Sólo podía observar como la ambulancia era conducida más allá de la siniestra oscuridad, con todas mis esperanzas puestas en que aquel hombre sobreviviera a sus heridas. Aún no estaba preparado para confesar al espíritu de aquel hombre que el accidente había sucedido por mi culpa, por no haber respetado el limite de velocidad. 

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Llantos entre Tinieblas




Rull odiaba el invierno como sólo un ghoul podía odiar un invierno cualquiera. Y es que los ghouls suelen odiar muchisimas cosas; como pasar frío, el crujir de la nieve al ser compactada bajo sus patas traseras y el tener que buscar algo para llevarse a la boca cuando todos los animales del bosque dormitan en sus madrigueras.
Si hubiera podido elegir, hubiera preferido encontrar el cadáver de un ser humano de edad adulta; pues no sólo le resultaría todo un manjar, si no que también le proporcionaría alguna prenda de vestir y algún que otro objeto brillante para su colección.
Por desgracia no ululaban los vientos a favor de los ghouls, pues los seres humanos habían tomado por costumbre prolongar su esperanza de vida de una forma alarmante. Atrás habían quedado los tiempos en que se podía merodear por cualquier cementerio rebosante de cadáveres. Atrás habían quedado los tiempos en que se podía elegir entre aquellos funestos menús.
Rull era un depredador perezoso; pues prefería que la muerte se llevara el alma de sus victimas, antes que tener que perseguir una presa de corazón latiente. Por eso, cuando encontró a una niñita rubia de aspecto febril y con la carita llena de mocos en mitad del bosque, se ocultó entre unos matorrales cercanos y esperó a que falleciera por sí misma.
Pero la niñita parecía aferrarse a la vida como el más bravo de los guerreros; por lo que perdiendo la paciencia caminó hacia ella con sigilo, la tomó entre sus zarpas delanteras con sumo cuidado y se la llevó a su madriguera.
Lejos de fallecer, la niñita parecía recuperarse al calor de aquel refugio; por lo que Rull comenzó a deambular de un lado para el otro ante la atenta mirada de la cría.
La niña no emitió sonido alguno mientras lloraba, ni clamó a los cuatro vientos su derecho a ser rescatada; por lo que Rull estaba completamente perplejo. Hubiera podido desgarrar su yugular de un sólo bocado, estrangularle o arrancarle el corazón de un sólo zarpazo; pero sin saber muy bien por qué, decidió tumbarse en su lecho de hojas mustias y al cabo de varios minutos fingió estar profundamente dormido.
Cuando la niñita al fin se marchó derrochando cautela, Rull se incorporó lentamente de su lecho y emitió un prolongado lamento similar a una sonora risotada.

viernes, 20 de marzo de 2015

La Torre de Marfil

Como cada mañana al despertar, Don Jacinto contempló durante unos instantes la fotografía de su difunta esposa que reposaba sobre la mesita de noche; y tras reunir las energías necesarias, se calzó los pies con sus viejas zapatillas, se puso en pie y se refugió bajo un grueso batín de cuadros escoceses.
Tras unos minutos de trajín en la cocina, se sirvió un sencillo desayuno que consistía en un pedazo de pan, un par de lonchas de embutido y un vaso de leche, que más tarde le ayudaría a ingerir la medicación matutina.
¡Me cago en diez! exclamó con la boca llena ¡Este pan no sabe a nada! –. y tras conseguir ingerir el contenido de su boca, añadió ¡Es que no hay derecho!, ¡Esta gentuza del gobierno se han empeñado en prologar nuestra existencia a base de rebajar nuestra calidad de vida!
Como aquel arranque de mal humor formaba parte de su vida cotidiana, terminó de desayunar con desgana y se dirigió hacia la terraza de la vivienda, ya que disfrutar de las vistas solía calmarle los ánimos de igual manera que el mejor de los fármacos.
El mayor atractivo del paisaje consistía, según Don Jacinto, en un edificio ubicado en las afueras de la ciudad, que sobresalía del resto de edificios al igual que los campanarios de las iglesias cercanas. Una gran mole construida con materiales cálidos, que a diferencia de aquellos templos religiosos, el anciano no conocía el motivo por el cual había sido edificada.
A pesar de la permanente incógnita, la visión de aquel edificio solía proporcionarle cierto bienestar. Aunque aquel día resultó ser muy diferente a todos los demás, pues en aquel momento sintió la imperiosa necesidad de conocer el cometido por el cual había sido construido; así que no tardó en regresar al calor del hogar para realizar los preparativos oportunos para personarse en aquel extraño lugar.
Necesitó tomar el transporte de línea y caminar varias manzanas antes de hallarse frente al edificio, que, desde sus inmediaciones, no le resultaba ni tan bello ni tan cálido como siempre le había parecido desde la distancia. Frustrado, al no hallar indicio alguno de lo que podría albergar en su interior, se introdujo en él por la puerta principal.
De repente se encontró ante una amplia recepción de blancas paredes, decorada con un mobiliario de idéntico color. Camuflada entre tanta blancura, una joven recepcionista se descubrió ante el anciano al ir a atenderle.
¿En qué podríamos ayudarle? le preguntó con voz serena.
La presencia de la mujer hizo desaparecer todo el ímpetu de Don Jacinto, haciendo inapropiada cualquier pregunta descortés, por lo que al pobre anciano no le quedó más remedio que improvisar.
Me preguntaba si podría subir a la azotea para contemplar las vistas. Seguro que son esplendidas.
La mujer no mostró signos de sorpresa tras recibir tan singular petición, al contrario, le obsequió con una amplia sonrisa antes de hablar.
Con sumo gusto le complaceremos. Aunque primero deberá acompáñeme hasta el mostrador, pues tendrá que rellenar nuestro formulario para oficializar la ocasión. Mientras tanto llamaré a uno de nuestros empleados para que le haga de guía.
Apenas pudo leer el formulario antes de tener que entregárselo completado, pues no tardó en llegar un hombre vestido de blanco y de rasgos refinados que le condujo hasta un ascensor que los llevaría directamente a la azotea.
Una vez en el exterior, mientras Don Jacinto contemplaba las vistas con regocijo, unos operarios colocaron a escasos metros un par de tumbonas y una mesa plegable culla superficie no tardaron en cubrir con múltiples delicias gustativas.
¿Desea algo de comer? le preguntó su guía.
No, muchas gracias le respondió Don Jacinto.
¿Un poco de vino o una copa de champán, quizá? insistió su estirado acompañante.
Un vasito de vino, por favor aceptó el anciano, sorprendido por todo el despliegue de atenciones recibidas.
Sin previo aviso comenzó a sonar una suave y dulce melodía a través del conjunto de altavoces que habían dispuesto los fornidos operarios por toda la azotea, la cual no tardó en inquietar al pobre anciano.
Creo que ya va siendo hora de marcharme anunció Don Jacinto, deseando que su guía no le pusiera ningún reparo.
Por supuesto. Túmbese un rato, si lo desea, pues calculo que en unos minutos ya se habrá marchado le sugirió su acompañante, señalando la tumbona más cercana.
El anciano, confuso por la extraña sugerencia, dejó su copa de vino sobre uno de los posavasos que encontró sobre la mesa, en los que rezaba el siguiente mensaje: Centro de eutanasia Torre de Marfil. Decida con nosotros cuándo y cómo abandonar este mundo

jueves, 5 de marzo de 2015

AeropuertoZ


Mucho antes de que el avión aterrizara en el aeropuerto, varios pasajeros intuimos que algo terrible estaba ocurriendo allí abajo. Tan sólo teníamos que asomarnos por las ventanillas para ver las enormes volutas de humo que surgían en diferentes puntos de la ciudad.
Las azafatas nos intentaron tranquilizar con un surtido de frases memorizadas para casos de emergencia y sus ensayadas sonrisas, aunque en sus ojos se podía vislumbrar el miedo que sentían ante el peligro inminente. Dando por sentado que resultaría imposible sonsacarles información alguna, continué oteando la ciudad desde las alturas, mientras rezaba por el bienestar de todos mis amigos y familiares.
Los pasajeros más crédulos iniciaron una orgía de nerviosismo e incertidumbre cuando el piloto logró aterrizar el avión y ningún operario surgió a nuestro encuentro. Minutos más tarde él mismo nos comunicó desde la cabina que no había logrado contactar con la torre de control y que no nos quedaba más remedio que esperar hasta que se restablecieran las comunicaciones.
No tuvimos que esperar demasiado para ver por primera vez a un pequeño grupo de personas con las prendas de vestir rasgadas y manchadas de sangre. Tenía una forma de caminar bamboleante y grotesca, por lo que en aquel momento no supe asimilar lo que mis ojos estabas viendo, hasta que alguien exclamo ¡Zombis!
Acordamos no hacer ruido y cuando todo quedó en calma los zombis comenzaron a dispersarse en distintas direcciones. Una vez recuperados del trance el piloto y el resto de la tripulación se mezclaron entre nosotros y pronto reunieron algunos voluntarios para explorar el aeropuerto en busca de supervivientes.
Mi primer impulso fue ofrecerme para aquella expedición, pero logré contenerme al pensar que aquello era una temeridad. Sin duda había gente más capacitada que yo en el avión para explorar un lugar infestado de zombis; aunque, por otra parte, ansiaba volver a respirar aire puro y saber de primera mano lo que estaba pasando allí fuera.


Parte: 2


Finalmente decidí mantenerme al margen de aquel descabellado plan. Sin duda un avión comercial no era el lugar más idóneo para obtener el equipamiento necesario para poder repeler el ataque de una infatigable horda de zombis.
Cuando el grupo de voluntarios consiguió descender del aparato, pude ver desde mi ventana como conseguían atravesar la pista de aterrizaje sin sufrir ningún percance y finalmente se introducían en el edificio más cercano.
Tras los primeros momentos de tensión, el resto de pasajeros consiguieron crear un ambiente relajado en el interior del avión. Se formaron varios grupos de personas que charlaban o discutían a media voz, mientras las azafatas nos repartían bolsitas snacks y botellas de agua para amenizar la espera.
Intentando salir del estado apático en el que me hallaba, centré mi atención en la conversación que mantenían los dos pasajeros que estaban sentados justo al otro lado del pasillo; pues me llamó la atención sus formas de vestir, ya que parecían haberse vestido con ropa preseleccionada por sus madres a pesar de superar de la treintena.
Yo diría que esos zombis son una mezcla entre los de primera generación y la segunda sentenció el pasajero sentado junto a la ventanilla.
¿A qué te refieres? le preguntó su compañero.
Pues que caminan relativamente rápido como los zombis de las películas actuales, pero parecen estúpidos y resistentes como los de las pelis antiguas. No creo que pudiéramos partirlos en dos de un sólo golpe.
Sean como sean, si alguna vez me voy a transformar en uno de ellos, prométeme que acabarás con mi sufrimiento le exigió el pasajero que estaba sentado junto al pasillo.
¿No te gustaría vivir la experiencia? le preguntó el friki de la ventanilla . Quizá merezca la pena.
¿Bromeas? exclamó su compañero –. Imagínate que estás en un buffet libre y que tras darle un bocado al contenido del primer plato, este se convierte en el pie de la persona que tienes sentada a tu lado. ¡Y digo pie por no decir otra cosa!
¡Joder! Entonces el virus zombi funciona como la maldición del rey Midas, con la diferencia de que todo aquel que se intentan comer se transforma en uno de ellos reflexionó el pasajero junto a la ventanilla . ¡Con razón siempre están gimiendo y tienen tan mala leche!
Por absurda que pudiera parecer aquella conversación, aquellos idiotas consiguieron que perdiera el apetito.


Parte: 3


Pasaban las horas sin que pudieramos saber en qué situación se encontraban nuestros exploradores; si había llegado a salvo junto a otros supervivientes o si estaban vagando de un lado para el otro sin exhalar aire por sus pulmones.
Como la situación me comenzaba a resultar insoportable, me levanté por primera vez del asiento y me dirigí hacia la cabina del avión para intentar sonsacarle alguna información al copiloto. Tras ignorar por completo las protestas de las azafatas, entré en el compartimento de pilotaje y lo localicé sentado frente al cuadro de control, mientras observaba a un grupo de zombis errantes.
Ven. Siéntate a mi lado me ordenó nada más reparar en mi presencia . Llevo un buen rato observándoles y he llegado a la conclusión que no les gusta demasiado exponerse al sol.
Tras observar a aquel grupo de zombis durante unos instantes, no me sentí capaz de llegar a ninguna conclusión.
¿Y cómo podríamos sacar provecho a tu descubrimiento? le pregunté siguiéndole la corriente.
Aún no lo sé me contestó . Tendré que observarles durante un rato más.
Sin duda aquel hombre estaba fuera de juego, por lo que no pude contar con él para formar un segundo grupo de exploración; así que le dejé observando a sus anchas lo que le viniera en gana.
Al pasar frente a la puerta de embarque, se cruzó por mi mente una funesta pregunta que requería una pronta respuesta. ¿Cómo piensas bajar del avión? Así que me abalancé contra la puerta y la intenté abrir sin demasiado éxito. Pese a las protestas del resto de pasajeros, logré controlarme y convencí a una azafata para que la abriera; y tras recibir una fresca ráfaga de aire en el rostro, se abrió ante mí una basta extensión de asfalto a varios metros bajo mis pies.
Instintivamente me aferré al vano de la puerta, mientras notaba como mi vista se comenzaba a nublar y se desvanecían las pocas fuerzas que aún me quedaban. Sin duda aquello era una jugarreta del destino. Desde niño sufro acrofobia, un mal que me impide moverme en libertad en lugares elevados a causa de la ansiedad; por lo que le pedí a la azafata que cerrara la puerta y regresé a mi asiento arrastrando los pies.


Parte: 4


Por mucho que intentara mentalizarme de que sólo tendía que dejarme caer desde unos pocos metros de distancia, y que era absurdo pensar en una posible caída mortal, no conseguí vencer el malestar que me producía aquella situación. De hecho, por muy irracional que pudiera parecer, me preocupaba más cómo iba a descender del avión, que la posibilidad de ser devorado por una horda de zombis hambrientos.
Lejos de dejarme llevar por la autocompasión, enardecí por la ira que me producía mi propia debilidad; y tras ponerme en pie, reclamé la atención del resto de pasajeros al sugerir la formación de un nuevo grupo de exploradores, con la finalidad de localizar a nuestros compañeros desaparecidos e intentar encontrar un lugar seguro donde instalarnos.
La reacción de mis compañeros de vuelo fue variada, aunque finalmente me hice con un pequeño grupo de voluntarios. Tras realizar los preparativos, me encontré de nuevo frente a la puerta de embarque.
Ante la incrédula mirada de los presentes, permanecí petrificado ante el abismo que se abría de nuevo ante mí, pues mi mente se empeñaba en recibir una información errónea sobre la verdadera distancia que separaba mis pies de la pista de aterrizaje. Muy a mi pesar, mi comportamiento generó dudas entre los voluntarios; pero, por fortuna, uno de ellos tomó las riendas de la situación al ser el primero en bajar del avión.
Tras el primer voluntario, hubo un segundo que logró contactar con el asfalto y entre ambos me animaron para que me reuniera con ellos. Ante aquellos gestos de solidaridad, me armé de valor y logré saltar con las pocas fuerzas que me quedaban.
Cuando mis pies aterrizaron sobre la pista de aterrizaje descubrí que al fin estaba a salvo donde realmente quería estar, me hice a un lado y permanecí sentado en el suelo recuperando las energías perdidas por mis miedos, mientras contemplaba cómo saltaban el resto de voluntarios.
Antes que descendiera nuestro último compañero, mi corazón había vuelto a latir con total normalidad, aunque mi cuerpo estaba impregnado de sudor y mis fuerzas escasearan hasta poderme recuperar.


Parte: 5


Nada más llegar al vestíbulo del edificio, el lugar donde se había introducido el primer grupo de voluntarios, pudimos observar que allí había ocurrido una terrible masacre. Mirara a donde mirase podía localizar sin problemas algún que otro miembro amputado, junto a su respectivo charco de sangre. Por si fuera poco, aquel panorama iba acompañado por el intenso olor metálico surgido de todo aquel torrente sanguíneo derramado.
No había ningún muerto viviente por las inmediaciones, pues en aquellos momento debían estar purulando en otras estancias; así que aprovechamos la ocasión para armarnos con cualquier objeto contundente que pudiéramos encontrar a nuestro paso.
No sé muy bien cómo ocurrió; pues en aquel momento estaba valorando si debía sustituir un paraguas que había encontrado entre los restos humanos, por un palo de golf que me ofrecía uno de los voluntarios, cuando de repente escuché el fuerte alarido de pavor de uno de los nuestros al ser sorprendido. Antes de que ninguno de nosotros pudiera reaccionar, uno de aquellos seres se había abalanzado sobre su presa y le había desgarrado la yugular de un solo bocado.
Pongo a Dios por testigo que me hubiera gustado vengar la muerte de aquel hombre, destrozándole el cráneo con el palo de golf que aún sostenía entre mis manos, pero el alarido de horror y sorpresa había alertado a una horda entera de esos seres. Era evidente que no podíamos enfrentarnos a todos ellos sin perecer en el intento, así que no nos quedó más remedio que batirnos en retirada.
En cuestión de segundos logramos salir del edificio y por un momento pensé que no tardaríamos en estar a salvo dentro del avión, aunque pronto comprendí que no tenía que correr más que esos zombis, sino que debía correr mucho más que mis propios compañeros.
Aquel pensamiento hizo que me odiara a mí mismo, mientras los zombis del interior del edificio más los que aún deambulaban por el exterior lograron rodearme. Debilitado por el precario descenso del avión y con un palo de golf como única arma, apenas pude ofrecer resistencia mientras los zombis se abalanzaban sobre mí.
La voracidad de esos seres era tal, que me causaron una muerte rápida y dolorosa; aunque el autentico dolor no fue causado por sus mordiscos, sino como consecuencia del hambre atroz que me producía el virus zombi que ya formaba parte de mi maltrecho cadáver.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Tiempos Funestos (capítulo 1)

Jamás olvidaré el 13 de Febrero del 1976. Aquel día fui a la consulta con la certeza de que iba a ser una jornada laboral muy distinta a todas las demás, pues tan sólo habían pasado unas horas desde que recibí una inquietante llamada telefónica de alguien que aseguraba ser un antiguo colega del instituto. Un viejo amigo al que no había vuelto a ver desde el día de nuestra graduación, que de repente pretendía conseguir una cita conmigo para que le hiciera terapia.
Siempre había evitado pasar consulta a aquellas personas con las que hubiera tenido algún tipo de lazo afectivo; pero Alberto, pues así se llamaba mi antiguo camarada, insistió en que necesitaba hablar con un profesional de confianza. A causa de su insistencia y a mi deber como psicólogo no pude negarme.
Y allí estaba yo, fingiendo que prestaba atención a los problemas e inquietudes de la primera cliente del día, cuando en realidad su voz llegaba hasta mí como el murmullo del viento que mecía con violencia las ramas del árbol que algún funcionario inepto había ordenado plantar justo enfrente del único ventanal de mi consulta.
Un sentimiento de culpa se fue apoderando de mí, obligándome a despachar a mi cliente antes de tiempo y sin cobrarle ni un solo centavo por la sesión.
Los minutos pasaban lentamente, pues aún disponía de bastante tiempo hasta la llegada de Alberto; así que me senté en mi escritorio y abrí su cajón superior para extraer de su interior mi pitillera. He de reconocer que me llevé una gran decepción al encontrarla vacía, pues en aquel preciso instante recordé que llevaba unos meses intentando dejar de fumar.
Rebuscando entre las cosas que había ido acumulando con el paso del tiempo en aquel cajón, encontré unos cuantos caramelos mentolados. Le quité el envoltorio a uno de ellos con la esperanza de que me ayudara a calmar las ganas de fumar, me lo lleve a la boca y guardé el resto en el bolsillo del pantalón.
Intenté convencerme de que era absurdo estar inquieto por tener que atender contra mi voluntad al próximo cliente, puesto que de aquel Alberto joven y con la cara cubierta de acné que yo había conocido muchos años atrás, tan sólo debía de quedar un puñado de viejos recuerdos.
El caramelo había menguado considerablemente de tamaño en el interior de mi boca, cuando sonó con insistencia el timbre de la puerta. Como en aquella época aún no había contratado a mi jóven secretaria, sólo yo podía acudir a la llamada; y tras abrir la puerta sólo yo pude apreciar la reacción de Alberto al verme por primera vez después de tantos años.
¡Doctor Santiago Ruipérez, ni más ni menos! exclamó Alberto mientras señalaba el cartel que adornaba la puerta de mi consulta, acompañando el estudiado saludo con una sonora carcajada que pronto quedó interrumpida por un fuerte ataque de tos.
¡Pero bueno, Alberto! exclame yo también . ¿Qué te trae por aquí?
Tuve que mirar dos veces para reconocer en aquel hombre al Alberto que yo había conocido varios años atrás, pues de haberle visto en cualquier otro lugar jamás le hubiera reconocido.
Se había convertido en un hombre de escaso cabello cano, alto y delgado; aunque su piel flácida delataba que en un pasado no muy lejano había tenido algo de sobrepeso. Iba vestido con ropa de calidad, pero le quedaba bastante holgada y estaba mal planchada. Tenía el aspecto habitual de una persona con problemas, como la mayoría de personas que suelo atender en mi consulta.
Tras hacerle pasar, Alberto me contó que había regresado a la ciudad para asistir a una conferencia y, para aprovechar el largo viaje, decidió quedarse un par de días más para recorrer sus calles y paseos para así averiguar qué cambios habían sufrido durante su ausencia.
Al preguntarle por su familia, Alberto se tumbó en el diván sin que yo le otorgara mi consentimiento. Y tras adoptar una pose cómoda, me contó que había estado casado, pero nunca llegó a tener hijos. Su mujer quedó una sola vez en estado de buena esperanza, pero perdió al crío a los pocos meses de gestación y cayó en una profunda depresión. Aquello creó una mella en la relación marital y Alberto acabó sucumbiendo a los encantos de otra mujer, lo que acabó de romper su matrimonio. No cabe decir que yo también le conté los momentos destacables de mi vida, aunque prescindiré de ellos pues ahora no vienen al caso. Así que a partir de ahora me centraré en relatar todo lo que me contó mi antiguo colega.

Tras finalizar los estudios en el instituto, estudié ingeniería en la universidad autónoma. Con la licenciatura en mi haber no tardé en conseguir una vacante en una multinacional de prestigio. Allí conocí a una joven empleada que unos pocos años más tarde se convertiría en mi esposa.
A causa del fin de mi matrimonio perdí la fe en mi mismo. Me volví apático y muy olvidadizo, repercutiendo gravemente en los resultados de todos los proyectos en los que participaba. El que no se convertía en un rotundo fracaso, lo conseguía finalizar fuera del plazo previsto. Fueron momentos difíciles. Pasaban los días y los miembros de la junta no sabían qué hacer conmigo, mientras yo trabajaba en un nuevo proyecto que intuía que jamás llegaría a ver terminado.
Finalmente tomaron la decisión más sensata. A pesar de mi fiel compromiso con la empresa, y los múltiples éxitos obtenidos en tiempos pretéritos, consideraron que me había convertido en una pieza defectuosa capaz de obstruir por sí sola el colosal engranaje que representaba la firma; una mancha que había que eliminar, un estorbo. Aunque no tengo nada que reprocharles, pues yo mismo me sentía fuera de lugar allá donde estuviese durante aquellos momentos. Incluso en el apartamento de bajo arrendamiento de Fraisal, en el que me había instalado tras el divorcio, me parecía un lugar adverso en el que debía malvivír alimentándome a base de comida precocinada y autocompasión.

¿No fue en Fraisal donde hallaron entre unos cubos de basura el cadáver de un hombre que falleció en extrañas circunstancias? intervine tras recordar haber leído algo al respecto en la prensa local.
Exacto respondió Alberto . Pero puedo garantizarte que fue un caso aislado. Fraisal siempre ha sido un pueblo muy tranquilo, donde he podido vagar por sus calles hasta altas horas de la noche sin sufrir ningún percance.

En uno de esos paseos nocturnos me detuve en la plaza que hay frente a la iglesia y me senté en uno de sus bancos. En aquellas horas de la noche esa zona del pueblo era un remanso de paz; uno de esos lugares escasos donde uno puede encontrarse a sí mismo sin apenas proponérselo.
El viento llevaba consigo una brisa fresca que recibí con agrado, a pesar de que las temperaturas comenzaban a descender como es habitual en aquella época del año. La plaza estaba bien iluminada, al igual que sus calles colindantes, y la iglesia ofrecía su mejor versión gracias a los focos que iluminaban la parte más alta del campanario. Por primera vez los remordimientos que atenazaban mi alma aflojaron su presión por unos instantes.
Estaba admirando la torre del campanario, con el firmamento como telón de fondo, cuando una imponente voz me liberó del hechizo en el que me hallaba inmerso al formular una simple pregunta ¿Es usted creyente? Reaccioné con un sobresalto y mi cuerpo se puso totalmente en tensión. Busqué con la mirada al causante de mi profunda agitación con tanta violencia que a punto estuve de provocarme una lesión cervical.
Lamenté no haber podido reprimir una mueca de dolor, justo en el preciso instante en que localicé a un hombre de unos cincuenta años de edad a unos pocos metros de distancia. El desconocido tuvo que haber reparado en que yo me había asustado porque rápidamente me mostró sus manos desnudas y se disculpó por su osada intromisión.
Acepté de inmediato sus disculpas y con un ademan le indiqué que podía acercarse para hacerme compañía. El hombre asintió con la cabeza con cierta elegancia y caminó los pocos metros que restaban hasta sentarse en el otro extremo del banco.
Pronto se creó un incómodo silencio mientras yo esperaba que el desconocido me revelara su nombre; pues consideré que era de recibo que él fuera el primero en presentarse, ya que había sido él quien había acudido a mí en busca de compañía ¿Y bien? dijo al fin. ¿Ya ha meditado lo suficiente para responder mi pregunta?
Por alguna causa ajena a mi comprensión, aquel hombre ejercía sobre mí un estatus dominante, haciéndome sentir dócil y torpe de ideas. Como si al hallarme ante su presencia mis pensamientos estuvieran obligados a pasar por una vía segundaria; un conducto en desuso impregnado por alguna sustancia pringosa que les impidiera llegar a tiempo a su destino. A pesar de que siempre he considerado inapropiado exponer mi fe ante desconocidos, en ese momento me sentí incapaz de eludir la pregunta sin ser descortés. No quedándome más remedio que interpretar mi papel de sumiso mientras le exponía a grandes rasgos mis creencias religiosas.
Acabada mi explicación, mi enigmático compañero me expuso una versión de los hechos mucho más cáustica. Para empezar reconocía tener dudas sobre la existencia de Dios. Pero que de haber existido no sería más que un creador involuntario; como un hombre que tras comerse un puñado de aceitunas hubiera tirado los huesos en el suelo y, pasado un tiempo, por puro azar, de uno de esos huesos hubiera surgido un árbol. Como si aquel olivo fuera nuestro amado planeta y sus frutos sus habitantes. Un árbol al que nadie iría a regar ni a para recoger sus aceitunas por muy sabrosas que estas fueran.

Su teoría me resultó abrumadora e ingeniosa; y habría estado dispuesto a profundizar en ella incluyendo el concepto del alma, pero tras consultar su reloj el desconocido me anunció que ya era demasiado tarde para debatir temas tan profundos y me prometió que acabaríamos la conversación al día siguiente, en el mismo banco y a la misma hora


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lunes, 26 de enero de 2015

Cinco Fuegos (capítulo 1)

Estaba tumbado en la cama leyendo una novela de misterio, a pesar que el reloj despertador indicaba más de media noche. Miguel notaba que le picaban los ojos desde hacía un buen rato, pero no quería apagar la luz de su habitación e intentar dormir hasta tener la certeza de que caería rendido en un profundo sueño. 
Pretendía evitar que su imaginación volara rozando las curvas de Anna, la nueva secretaria de la empresa donde él trabaja desde hacía un par de años. El motivo de su inquietud se debía a que la muchacha derrochaba simpatía hacia Miguel desde el mismo instante que fueron presentados y más de una vez la descubrió mirándole de reojo. El muchacho no se sentía especialmente atraído por su nueva compañera, pero aquel día no le quedó más remedio que preguntarle por cierto material de oficina que necesitaba. La chiquilla rebuscó sin éxito en los cajones de su mesa y en las mesas desocupadas de sus compañeras, que en aquel momento estaban ausentes de sus puestos de trabajo. Frustrada, la joven continuó la búsqueda en el armario de la fotocopiadora y al agacharse, Miguel pudo comprobar que Anna llevaba ropa interior que dejaba poco a la imaginación. Finalmente la muchacha le entregó todo lo que él le había pedido luciendo una sonrisa triunfal. Sin pensarlo dos veces, Miguel le propuso una cita, ya que no pudo resistir la tentación de conocer mejor a una chica tan adorable y resuelta. 

Una Visita Agridulce

Permanecía tumbado en la cama, a la espera de la visita del médico. No es que estuviera tan mal para permanecer postrado, pero pretendía dar ese efecto para justificar de forma visual mi incapacidad de poder acudir a su consulta. 
Cuando sonó el timbre de la puerta, escuché a mi madre acudir a atender la llamada, al igual que otras tantas veces había acudido cuando yo caía enfermo. Al sentir abrirse la puerta, esperé oír la voz de un hombre al saludarle, pero no fue así. Era la voz de una mujer la que escuché, pero, para mi sorpresa, mi madre le hizo pasar igualmente al interior de la vivienda antes de cerrar la puerta. 

   Aquella mujer entró en mi habitación, pues se trataba de nada más y nada menos que la medico que en aquel momento estaba de guardia. 

   Calculé que aquella joven mujer tenía que tener aproximadamente mi edad, mientras me formulaba las típicas preguntas de rigor. Y mientras comprobaba mi estado de salud, me comenzó a tutear y comprendí que habíamos conectado rápidamente.