miércoles, 31 de octubre de 2018

Carpe Diem


                                                  2018
Tras la prematura muerte de Don Diego de Morangias, un destacado caballero entre las víctimas de la gran pandemia negra que asoló gran parte del continente Europeo a mediados del siglo XIV, Flavio de Morangias inició su gestión sobre las tierras heredadas con suma negligencia. Mientras la mayoría de los señores feudales trataban de engatusar a los jornaleros de la región, con las promesas de una reforma tributaria y el incremento de los festejos anuales, con el fin de ver trabajadas sus tierras, Flavio se empeñó en mantener las férreas costumbres de gobierno de su padre.
Su madre falleció unos años atrás y sin dejar más descendencia a causa de unas fiebres, por lo que no pudo contar con la ayuda de ningún familiar cercano. En cuanto a sus amigos, los que no habían fallecido a causa de la peste, se habían dejado llevar por una vida licenciosa.
Corren rumores de que las tierras del Marqués de Fraisal han ofrecido unas cosechas hermosas y abundantes, mi señor –se atrevió a comentar Xavier, el único súbdito que aún no le había abandonado, pocos meses antes de su partida –. Las relaciones entre ustedes siempre fueron buenas. Y si usted le pidiera consejo...  
¿Pretendes que le pida ayuda a ese libertino? –le espetó Flavio a viva voz, para luego lamentar que sus palabras resonaran por toda la estancia –. ¡Jamás!, ¿me has oído bien?, jamás le pediré ayuda a un rufián que se dedica a regalar un puñado de monedas a cualquier mujer que se deje pintar desnuda.
Carpe diem, mi señor –contestó el sirviente sin vacilar –. Con ello el marques quería decir...
¡Ya sé lo que quería decir! –rujió Flavio dejando escapar sus babas.
Pero disfrutar de la vida como si sólo le quedaran un par de días de existencia no formaba parte de sus planes de futuro. De hecho, en su mente no albergaba plan alguno; pues desde el mismo día en que Xavier le abandonó para ofrecer sus servicios a un próspero mercader, él mismo se tenía que emplear para recoger el agua del pozo y cocinar todos los alimentos que pretendía ingerir, entre los escasos víveres que aún le quedaban en la despensa.
Tan sólo sucumbía a la autocompasión en aquellos momentos en que salía a pasear sobre su yegua zaina, a la par que oteaba sus campos en estado de barbecho y sus villas tristemente abandonadas. Aunque pronto dejó de lado aquella costumbre tras encontrar un viejo ejemplar de philosophiam et alchymia entre las olvidadas pertenencias de su difunta abuela materna.
Aquel libro absorbió durante varios días toda su atención; pues contenía docenas de tratados sobre la preparación de unos procesos alquímicos que prometían unos resultados muy poco éticos, como la elaboración de venenos, diversos filtros de amor y la creación de un homúnculo, un ser capaz de obedecer a su creador mediante unas ordenes simples y sencillas.
Si es posible crear a un ser obediente, mediante unos simples ingredientes, en cuestión de unos días volveré a ver mis tierras fértiles y bien cuidadas –reflexionó a media lectura –. Para comenzar crearé un sólo espécimen para comprobar su talante.
Y siguiendo las instrucciones de aquel desconcertante libro, no sin dificultades adquirió todos los ingredientes requeridos.
El primer paso consiste en cavar una fosa poco profunda, para luego introducir en ella el saco de carbón que tomé prestado de la cantera –. Y tras finalizar la tarea, a escasos metros de su vivienda, exclamo... –¡Ya está! Ahora sólo tengo que esparcir sobre el saco un buen chorreón de mercurio y unos cuantos cabellos de mi propia barba, para luego cubrirlo todo con tres generosas paladas de los excrementos de mi yegua zaina. Si no surge ningún inconveniente, de aquí a cuarenta días se creará un ser viviente de entre toda esta inmundicia.
A lo largo de los cuarenta días de espera, sólo las moscas revolotearon alrededor de la fosa cubierta de excrementos, pues Flavio prefirió utilizar aquellos momentos para inspeccionar sus desérticas villas con la intención de encontrar un lugar donde acomodar a su futura servidumbre. Al amanecer del cuadragésimo día se personó frente a la fosa pestilente y espada en mano esperó hasta que advirtió un leve movimiento entre las heces.
¿Quién anda ahí? –exclamó con actitud temblorosa.
No hubo respuesta. Aunque Flavio no tardó en advertir que una pequeña mano embarrada luchaba por salir a la superficie.
¡Habla o de lo contrario te atravesaré con mi espada! –exclamó con mayor firmeza.
¿Ma-má? –le preguntó la criatura que aún luchaba por salir de la fosa. Un ser antropomórfico cubierto de hez y barro por partes iguales.
No soy tu madre, estúpido. ¡Soy tu amo! –le bramó al advertir que aquel ser tan sólo alcanzaba el tamaño de un crío pequeño.
¿A-mo? –le preguntó el ser con extrañeza.
Sí. Soy tu amo –insistió Flavio –. Así que te ordeno que dejes de formular preguntas estúpidas y que comiences a quitar las malas hierbas de mis tierras de inmediato.
Para exasperación de Flavio, el ser no daba muestras de haber comprendido las ordenes recibidas, pues sólo se limitaba a balancearse de atrás hacia adelante con actitud distraída. Y es que el ser tenía maneras de niño chico a pesar de tener la piel de arpillera, unos ojos negros como el carbón y un ridículo mechón de cabello oscilante en lo alto de su cabeza.
Olvida lo que te he dicho, si es que aún lo recuerdas –cedió al fin con voz fastidiosa –. Aunque pienso asearte con mis propias manos, lo quieras o no, antes de que pongas un sólo pie en el interior de mi morada, ya que deberás de vivir allí conmigo hasta que obedezcas de una manera adecuada.
La piel de aquel ser sin nombre no fue la única en recibir el contacto de la fría agua del pozo durante los siguientes instantes; pues de igual manera que intentó eludir los cubos de agua que le lanzaba Flavio mientas pudo mantener las distancias, se abalanzó en más de una ocasión contra las piernas de su creador en busca de clemencia.
Para que se secaran sus ropas con celeridad, Don Flavio prendió unas ramas secas en la chimenea del hogar y se sentó en su silla preferida junto al fuego. Y mientras danzaron las llamas ojeó una vez más el viejo manual de alquimia en busca de algún error que hubiera podido cometer durante el ritual, ya que el pequeño ser de carbón y aspillera permanecía hecho un ovillo mientras dormitaba sobre el frío suelo.
Pasaron las horas sin que pudiera hallar una respuesta. Ni la menor insinuación que justificara el infantil comportamiento de aquella criatura; pues hasta aquel entonces la respuesta se había hallado aletargada en el interior del propio ser, pues al despertar comenzó a manifestar un comportamiento más maduro.
Mi amo querido, debo de haberme quedado dormido. Le ruego que me perdone –le manifestó el ser de arpillera frotándose las manos con nerviosismo.
Está bien. Quedas perdonado –contestó Flavio dejando a un lado el ejemplar de philosophiam et alchymia que aún sostenía entre sus manos –. Pero no te quedes ahí plantado como un pasmarote y haz algo de provecho. ¿Sabrías cocinar algún guiso que no requiera demasiados alimentos?
Jamás he cocinado. Pero si usted me enseñara, yo podría...
De acuerdo. Dejemos las labores gastronómicas para más adelante –replicó Don Flavio de forma contenida, pues aún recordaba que su preciado volumen de recetas alquímicas tan sólo garantizaba el cumplimiento de algunas ordenes sencillas por parte de aquel ser –. ¿Qué sabes sobre el cuidado de caballos?
Nada, mi amo. Pero si usted me enseñara, yo podría...
¿Y sobre el cultivo en los campos de labranza?
Absolutamente nada, mi señor. Pero si usted...
¿Pero tú sabes hacer algo más que hablar y dormir, pequeño mentecato? –le espetó Flavio con repentina indignación.
Sé aprender, mi amo –contestó el ser de arpillera sin resentimiento alguno.
Durante el resto del día Don Flavio le mostró cómo debía sacar lustre a la cubertería de plata, a sus candelabros de bronce y a cualquier otro utensilio del hogar que hubiera sido forjado con algún metal noble. La tarea resultó apta para el pequeño ser tras finalizar escueto su aprendizaje, ya que al caer la noche todas las piezas de valor habían recuperado su esplendor.
¡Pues no has hecho un mal trabajo al fin y al cabo! –sentenció Flavio tras admirar el candelabro recién lustrado que su nuevo sirviente había depositado sobre la mesa del salón durante la cena.
Se agradecen sus palabras, mi amo –replicó el pequeño ser.
¿Y dices que no sientes la necesidad de comer?
Ciertamente, mi amo –le confirmó el pequeño ser con cierto orgullo –. Durante las horas que he permanecido junto usted, no he apreciado tal necesidad.
¡Excelente! He de conseguir más mercurio y carbón para crear una buena camada de estos seres tan serviles –masculló Flavio para sus adentros –. ¿Quien sabe...? Quizá en un futuro no muy lejano consiga poblar mis tierras bajo la salvaguarda de mi propio ejercito.  
¿Y ahora qué debo hacer, mi señor? –le preguntó el ser de arpillera tras verle yacer en la cama de su dormitorio.
¡Ahora tienes que dormir, pequeño mentecato! –le espetó Flavio con voz adormilada, mientras le ofrecía la espalda bajo sus ropas de cama –. ¿Para qué crees que me he molestado en colocar esas mantas junto a mi cama?
Es que ahora no tengo sueño, mi señor –le replicó el pequeño ser.  
¡Pues apaga esa dichosa vela de una vez y haz como que duermes hasta que yo te permita hacer lo contrario! –le espetó Flavio de malas maneras.
Tan sólo transcurrieron un par de segundos antes de que una potente y cálida luz iluminara toda la estancia. Una luz que fue capaz de atravesar los gruesos parpados de Flavio, mientras en sus oídos arribaba un horrendo alarido de pavor y alarma.
¡Se puede saber que demonios...! –comenzó a protestar mientras giraba sobre su cama, hasta que al fin advirtió que la manita diestra del pequeño ser estaba siendo devorada por las llamas.
¡Amo! –gimió con una petición de súplica dibujada en su mirada.  
Antes de que Flavio pudiera reaccionar, las llamas ya habían transformado en ascuas el bracito del ser por completo.
¡Por el amor de...! –exclamó Flavio mientras procuraba apagar el fuego con sus propias manos. Un intento desesperado que tan sólo le granjearía dolorosas quemaduras, pues ante sus atónitos ojos el pequeño ser acabó siendo engullido por las llamas.
¡Amo! –consiguió gemir de nuevo su sirviente fiel, justo antes de adoptar la triste apariencia de una simple fogata.
Tras apagar con solemnidad las brasas, Flavio dejó entrar la brisa nocturna a través de la ventana con el fin de hacer desaparecer cualquier vestigio de humo y desesperanza.
¿Pero cómo se ha podido prender fuego a sí mismo? –se preguntó mientras recogía del suelo el candelabro y la maltrecha vela que habían rodado por el suelo tras producirse el incendio.
En primera instancia sólo se le ocurrió dos métodos infalibles para apagar una vela; propinándole un fuerte soplido a su ardiente llama, o extinguiéndola sin reparos con los dedos indice y pulgar de una sola mano.
Quizá el pobre desgraciado no poseía aliento y decidió jugarse la vida con tal de no desobedecer mi orden –logró cavilar ante su soledad, a la par que escudriñaba las quemaduras de sus manos –. Sólo a ese zopenco de carbón se le ocurriría jugar con el fuego de una vela; y sólo al estúpido de su amo se le ocurriría socorrerle con sus propias manos.
Tras vendar con torpeza sus heridas, Don Flavio regresó al amparo de su lecho e intentó dormir con la única esperanza de despertar de aquella horrenda pesadilla. Pero no lo consiguió en absoluto, pues en el interior de su propia habitación comenzó a manifestarse una serie de chirridos y crujidos de dudosa procedencia.
¿Qué clase de alimañas osan perturbar mi sueño? –exclamó Flavio de mal humor.
Tras prender de nuevo la maltrecha vela, con la intención de disipar la oscuridad que le rodeaba, no halló ningún insecto o roedor entre aquellas cuatro paredes. De hecho no pudo hallar nada a su alrededor, pues la luminosidad de la oscilante llama se desvanecía incomprensiblemente a escasos centímetros de distancia.
¡Amo! –le reclamó una voz grave desde la oscuridad, arrastrando aquella única palabra.
¿Eres tú? –exclamó Flavio mientras lamentaba no haber bautizado a su peculiar sirviente con algún nombre decente –. ¡Habla ahora o cállate para siempre!
¡Ya no tienes poder sobre mí! –le espetó la espectral voz con tono amenazante –. ¡No desde que me golpeaste mientras me consumían las llamas!

Flavio le hubiera querido decir que tan sólo le había tratado de salvar la vida, pero aquella densa y cruel oscuridad comenzó a oprimir cada centímetro de su cuerpo hasta hacerle fallecer, por lo que apenas logró emitir un leve suspiro. Tras ver completada su venganza, lo que otrora había sido el pequeño ser de carbón y arpillera emprendió el vuelo a través de la ventana, rumbo a algún lugar más allá de las estrellas.

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