miércoles, 17 de febrero de 2016

Sin saber qué hacer


Nada más llegar a casa, dejo mis llaves sobre la mesita del recibidor, enciendo el televisor de plasma y me siento en el sofá. Comienzo a cambiar de canal sin hallar ningún concurso, película o documental que capte mi interés. Mi mujer siempre solía elegir sus programas favoritos.
Me levanto del sofá, voy a la cocina y abro la nevera para ver lo que hay; al cabo de unos instantes la cierro sin coger nada de su interior.
Salgo de la cocina, me dirijo al cuarto de baño y me bajo los pantalones con la esperanza de poder evacuar. Menos mal que siempre tengo una revista a mano, pues he podido ojearla por completo antes de expulsar un misero pedo.
Me levanto del retrete, me subo los pantalones y regreso a la cocina. Abro la nevera para ver lo que hay y al cabo de unos instantes la cierro sin coger nada de su interior.
Salgo de la cocina y atravieso el salón para observar las vistas desde la ventana. Son las tres de la tarde de un Domingo; por lo que no hay ni un alma vagando por las calles y sólo me puedo conformar con observar los tejados de las viviendas cercanas. Unos tejados con antenas a modo de metálicas cornamentas que me recuerdan la decoración de mi cabeza con la inestimable firma de mi mujer.
Entro al calor de la vivienda para regresar a la cocina y abro la nevera para ver lo que hay. A estas alturas me lo sé de memoria. Hay embutido, unos tomates, tres cebollas, cuatro huevos, una botella de leche y la cabeza de mi mujer sobre una preciosa bandeja plateada. El resto de su cuerpo ocupó por completo los cajones del congelador.

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